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La nueva máquina de escribir

  • Foto del escritor: Octavio Herrero
    Octavio Herrero
  • 18 sept
  • 3 Min. de lectura

Vivimos una transformación tecnológica sin precedentes. Y aunque esta frase puede parecer un lugar común, pocas veces ha sido tan literalmente cierta. La irrupción de la inteligencia artificial en nuestras vidas —y particularmente de los modelos de lenguaje como ChatGPT— no es solo una novedad técnica: es una inflexión histórica en la manera en que pensamos, trabajamos, nos comunicamos y creamos. Nada de esto es ajeno al mundo de la comunicación. Tampoco al ejercicio publicitario, que por definición trabaja con lenguaje, con ideas, con cultura, con percepción. Todo está cambiando. Y rápido.


Pero además del cambio —que por sí solo ya sería significativo— estamos viviendo un momento de adaptación y de entendimiento. Y como en todo proceso de adaptación profunda, emergen emociones humanas que van del entusiasmo al miedo, de la esperanza al escepticismo, de la fascinación a la vergüenza.


Sí, vergüenza.


Hay quienes confiesan en voz baja que han usado herramientas de inteligencia artificial para resolver parte de sus trabajos. Como si fuera hacer trampa. Como si usar tecnología fuese, de pronto, un atajo ilegítimo. Otros, en cambio, abrazan la IA de forma acrítica, como si fuera una varita mágica que produce genialidades automáticas sin necesidad de pensamiento humano. Ambos extremos —el rechazo culposo y la fe ciega— son síntomas de un mismo malentendido: no estamos entendiendo qué es, realmente, esta nueva herramienta.


Desde mi perspectiva, los modelos de lenguaje como ChatGPT no anulan al usuario. Lo extienden.


No son una fuente autónoma de sabiduría ni una máquina creativa en sí misma. Son una herramienta de amplificación intelectual. Son —en un sentido profundamente macluhaniano— una extensión del ser humano. Así como el lápiz fue una extensión de la mano, la máquina de escribir una extensión de la memoria gráfica, o la computadora una extensión de la lógica, la inteligencia artificial basada en lenguaje es una extensión de nuestra capacidad de pensamiento, de articulación, de expresión.


Y como toda herramienta, su valor depende del uso que le demos.


Quien se relaciona con la IA de forma pasiva, esperando que piense por él, recibirá resultados pasivos, previsibles, genéricos. Pero quien utiliza esta tecnología como una proyección activa de su pensamiento, como una herramienta que le permite ordenar, contrastar, explorar y tangibilizar sus propias ideas, encontrará en ella un aliado creativo de poder inédito.


En este sentido, me gusta pensar que ChatGPT —y herramientas afines— son, simplemente, la evolución de la máquina de escribir. Una nueva máquina de escribir. No sólo escribe lo que le decimos, sino que nos responde, nos sugiere, nos desafía. Y al mismo tiempo, es también la evolución de la enciclopedia, del archivo, de la biblioteca: una inteligencia entrenada en millones de textos, que puede acceder y conectar información a una velocidad sobrehumana, pero solo si sabemos guiarla.


La confluencia de ambas cosas —la máquina de escribir y la enciclopedia, el pensamiento y el archivo— da lugar a un nuevo medio. Y como todo nuevo medio, produce temor al principio. Lo mismo ocurrió con el horno de microondas, con el teléfono móvil, con Internet. Al principio, no sabíamos cómo usarlo. Dudábamos. Sospechábamos. Creíamos que hacía daño. Pero luego, poco a poco, la sociedad encontró su lugar y su ética de uso. Este será también el caso de la inteligencia artificial.


Porque el problema no es la herramienta. Nunca lo ha sido.


Un martillo puede construir una casa o destruirla. Puede ser útil o letal. El martillo no tiene moral. La moral es del usuario.


A quien sí debemos mirar con atención —y con una dosis saludable de desconfianza— es a quienes están detrás de estas herramientas: las grandes corporaciones tecnológicas que concentran el poder de desarrollo, el acceso a la infraestructura, la acumulación masiva de datos, y que avanzan hacia formas de monopolio que sí representan una amenaza concreta para una vida verdaderamente libre.


En resumen, la inteligencia artificial no es el enemigo. Tampoco es la solución mágica. Es una herramienta. Una de las más poderosas que hayamos creado jamás. Y como toda herramienta poderosa, exige responsabilidad, criterio y conciencia crítica.


Lo importante, ahora, no es si la usamos o no. Lo importante es cómo la usamos. Y, sobre todo, para qué.

 
 
 

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